Ayer, avanzada la tarde, me llegó la noticia: había muerto Gabriel
García Márquez. Un pinchacito en el corazón. Tristeza y agradecimiento por
habernos dado tanto.
García Márquez –junto a Cervantes- es mi escritor preferido.
Lógicamente podría citar otros muchos que me encantan pero a Gabo debo la
experiencia de lectura que mayor impronta me ha dejado: leer Cien años de Soledad fue como sumergirse
en un mundo mágico en el que levitas, ajena al tiempo, espacio y circunstancias
en las que estás, como si hubieses sido “abducida” por una especie de flautista
de Hamelin al que sigues encantada y
cuya melodía, hecha de palabras multicolores con aromas puros, te permite
disfrutar de historias que parecen tan reales como imposibles.
En fin, ya sé que no
soy nada original y muchos son los que os podrían contar algo parecido (y precisamente
esa sensación es la que explica el término
Realismo Mágico, en el que la obra se inscribe) Porque se ha escrito tanto sobre Cien años de Soledad que parece que todo está
dicho. Y puede que esté dicho pero no vivido: las emociones que suscita, el
arrebato gozoso de dejarse arrastrar por lo narrado, de sentirse perdido a
veces pero feliz entre sus líneas, se estrenan en cada nuevo lector o se renuevan,
multiplicadas, en la relectura.
Si, como dijo Gabo en Vivir para contarla, “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno
recuerda y cómo la recuerda para contarla”, espero que los que aún no
hayáis leído nada de este autor y os animéis a hacerlo podáis contar entre
vuestras vivencias un recuerdo tan pleno
y gratificante como el que muchos le debemos a la pluma de este genio.
Gracias por tanto, maestro.
Uno de los grandes, sin duda. Una pena.
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