miércoles, 22 de febrero de 2012

Paul Auster y The Artist

Todavía no he leído la maldita cosa, nada menos que dos mil páginas, pero recuerdo lo que me dijiste una noche en 1971, en el campus de Yale –debía de ser cerca de aquella pequeña plaza que estaba justo frente al Beineke-, y te lo voy a repetir ahora. “Ésta”, me dijiste (enseñándome el primer volumen de la edición francesa y agitándolo en el aire), “es la mejor autobiografía jamás escrita”.

El libro de las ilusiones (Paul Auster) en referencia a Mémoires d'outre-tombe, de François-René de Chateaubriand.

Las carencias que se le pueden achacar a la obra cinematográfica de Paul Auster son las que ha logrado evitar el cineasta Michel Hazanavicius para llevar en volandas hacia el éxito a su espectacular The Artist, candidata a todo lo habido y por haber en la próxima gala de los Óscars.

Auster (Newark, 1947) es uno de los autores más prestigiosos del panorama literario contemporáneo. Golpes duros a la mandíbula como Leviatán y sacudidas a la identidad humana como El Palacio de la Luna, Trilogía de Nueva York o Invisible le hacen digno merecedor de tal reconocimiento. Tras Sunset Park (Anagrama, 2010), disponemos desde el pasado 1 de febrero en todas las librerías de Diario de Invierno, donde el escritor de New Jersey reflexiona sobre la vida y el invierno de esta, sobre su propia vejez. Si en La Invención de la soledad se centraba en la figura de su padre, ha llegado el momento del juicio personal.

Sin embargo, Paul Auster -aparte de ser un notable conocedor de la literatura francesa, poeta, escritor de renombre y amante del beisbol- no se ha conformado con el formato libro y ha intentado dejar su impronta en el séptimo arte con realizaciones de presupuesto muy ajustado. Yo me decanto por Smoke y Blue in the face (1995), y por el guion sutil y elegante de La vida interior de Martin Frost.

«Antes del cuerpo, está la cara, y antes de la cara está la tenue línea negra entre la nariz y el labio superior. El bigote –filamento agitado de ansiedades, comba de saltos metafísicos, trémula hembra de azoramiento-es el sismógrafo de los estados de ánimo de Hector, y no sólo hace reír, sino que dice lo que Hector está pensando, permite realmente que el espectador acceda al mecanismo de sus pensamientos.»
El libro de las ilusiones, Paul Auster.


Pero… ¿cómo habría sido El Libro de las Ilusiones (2002) si Paul Auster lo hubiese llevado al cine? Prescindiendo de las disertaciones literarias, que podrían reflejarse con métodos artísticos y cinematográficos -conociendo así las angustias, filias y fobias del reparto- no muy diferente del resultado de The Artist. Sabemos que el final feliz sería impensable, y que quizás el lenguaje visual sería más cercano al de los hermanos Coen por el texto en sí.

No obstante… Hazanavicius también guiña el ojo al cine mudo, su protagonista George Valentin (fabuloso Jean Dujardin, quién parece salido de una de esas añejas fotos de estudio donde nuestros abuelos posaban delante de la cámara) también queda en fuera de juego tras el abandono de su productora y la llegada del cine sonoro, en ambos casos se produce la destrucción del trabajo artístico, la redención a manos de una fémina y la posibilidad real del suicidio tanto en el caso de Valentin como en el de Hector Mann…

El final. El final lo cambia todo, y mientras ves a George Valentin caer en picado financiando su última película muda no piensas más que en esa escena de La Rosa Púrpura del Cairo donde Mia Farrow es besada hasta la extenuación por un galán hollywoodiense hasta perder el sentido al cabo de un buen número de tomas. Al fin y al cabo, los decorados y la temática de ambas coinciden. A Valentin, eso sí, se lo traga la tierra en su film. Poca broma.

Ese intervalo de decadencia (hasta que se vislumbra un final seguro y satisfactorio) es el que debe dar la estatuilla de mejor película a The Artist, porque logra emocionar e incluso hace llorar si te viene a la cabeza el recuerdo de Hector Mann y su biógrafo David Zimmer. Zimmer, tras perder a su familia en un accidente de avión en el que fue imposible su propio embarque, nos remonta a aquél “pudo ser y no fue” imprescindible para comprender la gravedad de la obra “austeriana”.

A la inversa que en mi caso con The Artist, Zimmer -tras largos meses de alcohol y soledad inquebrantable entre los enseres de una familia ya agotada e inexistente- logra soltar una carcajada viendo un documental sobre cine mudo. Y quien le hace reír no es otro que el ya mencionado Hector Mann, un autor cuya obra y vida parece ser un rompecabezas…

Zimmer abandonará su plaza de profesor de literatura en la universidad del bucólico Vermont y se dedicará en vida y alma a recuperar la memoria de un actor en teoría desaparecido, lo que en sí supondrá para él mantener un pie en tierra, entre los vivos.
Pero cuando ya ha olvidado aquella empresa y se dedica a traducir aquellas Memorias de un muerto de Chateaubriand a las que me refería al principio, llega una carta desde la exótica y sureña Tierra del Sueño que le avisa de la todavía existencia de Hector Mann. La identificación con Mann no podría ser mayor: los accidentes vitales, el complejo de culpa y la desgracia de vivir… la vida propia, que acaba por tratar al entorno de David Zimmer por igual.

Aunque si lo que pretendía era extraer la esencia de los escritos de Paul Auster y vincularlos con la película ganadora de siete premios BAFTA y dos Globos de Oro (por el momento), mi mejor argumento es que leáis El Libro de las Ilusiones y os detengáis por un momento en una de las películas de Hector Mann, la de ambientación más fantástica, producida por la estrafalaria Kaleidoscope Pictures. Porque con dos palabras podemos dejar claros los tormentos del escritor: Don Nadie. La película se llama Don Nadie.

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