"En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles.
Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro
consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de
punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la
ciudad en general.
El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como
poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones.
Cuando escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto
las páginas escritas, según las ideas que se me pasan por la cabeza, o
apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo una carpeta para los
objetos, una carpeta para los animales, una para las personas, una
carpeta para los personajes históricos y otra para los héroes de la
mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro estaciones y una sobre los
cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las ciudades y los paisajes de
mi vida y en otra ciudades imaginarias, fuera del espacio y del tiempo."
(...)
"Todavía no he dicho lo primero que debería haber aclarado: se presentan como una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. (En la realidad histórica, Kublai, descendiente de Gengis Kan, era emperador de los mongoles, pero en su libro Marco Polo lo llama Gran Kan de los Tártaros y así quedó en la tradición literaria.)
Italo Calvino
Pura prosa poética.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 5
Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en que las luces se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la rosa del poblado: donde es más densa de ventanas, donde ralea en senderos apenas iluminados, donde amontona sombras de jardines, y levanta torres con luces de señales; y si la noche es brumosa, un esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las caletas.
Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños trashumantes, los pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que recogen raíces, todos miran hacia abajo y hablan de Irene. El viento trae a veces una música de bombos y trompetas, el chisporroteo de los disparos en las luces de una fiesta; a veces el desgranar de la metralla, la explosión de un polvorín en el cielo amarillo de los fuegos encendidos por la guerra civil. Los que miran desde arriba hacen conjeturas acerca de lo que está sucediendo en la ciudad, se preguntan si estaría bien o mal encontrarse en Irene esa noche. No es que tengan intención de ir —y de todos modos los caminos que bajan al valle son malos— pero Irene imanta miradas y pensamientos del que esta allá en lo alto.
Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una Irene como se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la ciudad que los del altiplano llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por lo demás poco importa: si se la viera estando en medio sería otra ciudad; Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia.
La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he hablado sino de Irene.
Y ahora, el último párrafo en italiano (versión original) para darle placer al oído.
La città per chi passa senza entrarci è una, e un'altra per chi ne è preso e non ne esce; una è la città in cui s'arriva la prima volta, un'altra quella che si lascia per non tornare; ognuna merita un nome diverso; forse di Irene ho già parlato sotto altri nomi; forse non ho parlato che di Irene.
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